DANILOALBEROVERGARA.COM.AR

Escritor Argentino

Buscar: Ingreso de usuarios registrados en RespodoTodo Facebook de Danilo Albero Vergara escritor argentino Twitter de Danilo Albero Vergara escritor argentino Blog de Danilo Albero Vergara escritor argentino Feed de Danilo Albero Vergara escritor argentino Diario de Danilo Albero Vergara escritor argentino
 

Entrevistas

El deporte en la literatura

La eterna carrera de Aquiles y la Tortuga

He leído que, en las últimas semanas se ha corrido el rumor de que Rusia podría quedar fuera de los Juegos Olímpicos Río 2016 por denuncias de la Agencia Mundial Antidopaje (AMA o, en inglés, WADA: World Anti-Doping Agency). La denuncia de la WADA hace un resumen donde involucra política internacional, atletismo y drogas. Un cocktail que combina las actividades deportivas olímpicas, dopaje sistemático de atletas y corrupción política. El informe avanza denunciando inferencias del gobierno ruso, quien no dudó en azuzar a su Servicio Federal de Seguridad para que “supervisara” al laboratorio ruso encargado de supervisar los tests de dopaje y destruir las pruebas que dieran positivo. Así éstas no llegaban al laboratorio autorizado por la WADA, que es el organismo encargado de controlar los resultados definitivos de dopaje. Esta noticia me recuerda a otro caso de dopaje que me llamó la atención hace mucho tiempo, en 1988, y al cual quiero evocar. Pero como no soy un experto en deportes y ésta es una página literaria, lo haremos hablando de literatura y los anacrónicos antecedentes del doping moderno.

Porque la competencia deportiva está unida a la poesía y la narrativa desde los orígenes, a modo de una breve guía baste pensar en los funerales por la muerte de Patroclo en el canto XXIII de “La Ilíada”, las “Odas olímpicas” de Píndaro y el satírico contrapunto de Luciano de Samosata seis siglos después con su “Anacarsis o sobre la gimnasia” o en los juegos organizados por Dracontio en la “Anábasis” de Jenofonte. De la larga, e incompleta, lista que podría armar de deporte y literatura para mi antología personal (que debería incluir por lo menos una película “Carruajes de fuego”) empezaría con los textos ya mencionados a los que agrego: “The Loneliness of the Long Distance Runner” de Sillitoe (un bello ejemplo de cómo, para ser libre, el ganador elige perder); la de otro corredor, el de Haroldo Conti, en “Las doce a Bragado”. En lo que hace al box: el mítico match de “Fifty Grand” de Ernest Hemingway, donde reescribe otra memorable pelea de “El Hombre que Ríe”, de Víctor Hugo.

Lo curioso es que en ninguno de estos relatos aparece el problema del dopaje; puede parecer extemporáneo pensar en dopaje en “La Ilíada”, ¿o no tanto? Y hago esta reflexión porque me acude a la memoria aquel diálogo entre el fiscal Fred Weil y el periodista Gary Web, en la película “Maten al Mensajero”, cuando el primero concluye con un lapidario “Some stories are just too true to tell.” También es curioso que el tema de las competencias deportivas me haya llamado la atención en 1988 porque, salvo raras oportunidades en que veo patinaje artístico o box, no soy fanático de ver deportes por televisión. Si recuerdo que en la década de los 60 perdí la inocencia en lo que hace al el tema del dopaje de atletas porque, en las Olimpíadas de Tokio, en 1964 Alemania Oriental saltó al ruedo y a los diarios cuando este país ocupó el tercer lugar con el total de medallas ganadas, detrás de Estados Unidos y Rusia. Además, por aquellos años, era comentario frecuente de la prensa el aspecto y el porte algo recio de algunas atletas de esa nacionalidad. Pero vuelvo a Seúl, 1988 con el affaire Ben Johnson y la conmoción que me causó su historia.

La eterna paradoja de Aquiles contra la tortuga remasterizada.

Una paradoja es un contrasentido, una afirmación absurda que se presenta con apariencia razonable. Hace 25 siglos, Zenón de Elea enunció una serie de paradojas, famosas hasta el día de hoy. La más conocida de las paradojas eleáticas habla de Aquiles y la tortuga.

Aquiles “el de los pies ligeros” debe correr contra una tortuga, diez veces más lenta que él, a la que nunca alcanzará. En efecto, concedida una ventaja de diez metros a la tortuga, se larga la carrera. En determinado período de tiempo, Aquiles corre esos diez metros; la tortuga avanzó uno. Ahora utilizamos una fracción de tiempo diez veces menor, Aquiles cubre el metro que lo separa de su rival, pero la tortuga ha avanzado diez centímetros. Ahora consideramos otra fracción de tiempo, diez veces menor que la anterior, Aquiles corre esos diez centímetros, la tortuga uno y así el héroe correrá eternamente detrás de la tortuga. Esto es una paradoja, claro. Es evidente que no ocurre en la realidad, y la paradoja resulta de dividir el tiempo en fracciones diez veces más pequeñas cada vez.

Nunca podré olvidar las imágenes de Ben Johnson en las Olimpíadas de Seúl (que vi en una remake de televisión luego de que estalló el escándalo). El atleta jamaiquino canadiense demolió los cronómetros al correr los 100 metros en un tiempo que, dos décadas atrás, no hubiera sido de paradoja sino de fábula. Tampoco podré olvidar las imágenes del mismo corredor un día después, cuando se le quitó la medalla de oro. Un análisis de orina probó que había consumido esteroides anabólicos para aumentar su volumen muscular. Y fue descalificado por haber consumido drogas, para ser más precisos: por haber usado drogas no permitidas.

“La gloria nunca es cara”, le dice el guía al joven turista en “La isla de los pingüinos” de Anatole France. Ben Johnson literalmente corrió detrás de esa gloria. Quizás supo que sus competidores consumían esteroides, quizás no, y simplemente quiso asegurarse todas las chances. Y los medios de prensa y el público, ansiosos de espectáculo cambiaron de signo, pero no de intensidad: de vivar a un héroe pasaron a denostar a un mal deportista. La fiesta continuó y Ben Johnson tuvo otra gloria, quizás más espectacular que si no hubiese consumido los dichosos esteroides, jugó mal y perdió, de famoso metamorfoseó en infame. Jugó mal y perdió; fue un tramposo.

En realidad un tramposo es una persona que ama y cree en el juego; hasta el punto que es capaz de hacer cualquier cosa con tal de ganarlo. Un tramposo es necesario para que el juego se revalore, se justifique y se fortalezca. El que hace trampas cree en aquello que quiere engañar. Es muy distinto del aguafiestas o Spielverderver, como define Huizinga, que simplemente no cree en él. El aguafiestas ignora, contraviene y desacredita las reglas del juego, por el mero afán de destruirlo; la mejor imagen que me viene a la cabeza de un Spielverderber, es la escena de Cacho (Darío Grandinetti) en la película “Esperando la carroza” cuando les pincha la pelota a sus compañeritos de juego de fútbol.

Mientras haya competencias existirán las trampas. Es más, existen las competencias porque existen las posibilidades de hacer trampas y, parte del encanto del juego está en defenderse y evitar ser engañado con las artes del tramposo. “El hombre aprende de sus enemigos” dirá Aristófanes en “Las aves”, idea que será recreada por Ovidio en su “Metamorfosis” y, de manera más macabra por Lafontaine en su fábula “L’ours et l’amateur des jardins”, por aquello de: “Rien n'est si dangereux qu'un ignorant ami;/Mieux vaudrait un sage ennemi.” El competidor que ame el juego intentará ganar, y muchos de ellos buscarán la gloria sin reparar en el medio. En el caso de Ben Johnson y sus émulos, anabólicos y estimulantes aparecen como el atajo más corto y eficaz hacia el triunfo, aunque ese camino esté lleno de riesgos; el peligro de ser descubierto, el rechazo y la descalificación moral. Sin contar que muchas veces el organismo no soporta la presencia de drogas extrañas y el precio a pagar serán las deficiencias hormonales, psíquicas y aún la muerte. Hoy en día hay que amar demasiado el juego para arriesgarse a ser un tramposo.

Los inventores del deporte organizado y las competencias olímpicas, los griegos, que fueron cualquier cosa menos ingenuos, no dejaron de entrever que en algún momento el competidor apelaría a la ayuda externa. Su literatura está llena de estos dobles mensajes. Así en “La Ilíada” vemos como en los juegos deportivos celebrados en el funeral de Patroclo, Ulises solicita este tipo de auxilio. En efecto, corriendo contra Ayax de Oileo y viendo que este se le escapa, el de multiforme ingenio pide socorro a su protectora, Atenea. La diosa, no contenta con incrementar su volumen muscular (¿doping?) para aumentar su velocidad hace resbalar a Ayax para asegurar la victoria de su protegido. Pero Ayax de Oileo no era estúpido y elevó su queja: “¡Oh dioses, una deidad me ha hecho caer. La misma taimada que desde antiguo favorece a Ulises como si fuera su hijo!” Los olímpicos, sin embargo, no dieron lugar a esta denuncia del primer caso de doping que registra la literatura. No se conocían ni el análisis de orina ni el de sangre.

Esteroides o Atenea, la idea es la misma, y Ulises continuará “consumiendo drogas” en “La Odisea” cuando, disfrazado de mendigo se presentó en su casa y los pretendientes lo hicieron pelear con otro mendigo, Iro. Atenea, “acrecentándole los miembros”, le dio una dosis extraordinaria de vigor, con el cual demolió a trompadas al incauto Iro.

Además de los deportes, la filosofía y las matemáticas, los griegos amaban la retórica, que es el arte de expresarse con corrección. Una de las figuras retóricas más refinadas es el eufemismo, que consiste en decir cosas desagradables u ofensivas de manera poco hiriente o amable. Así, llamar a Ulises “el de multiforme ingenio” (πολúτροπος) es un eufemismo. Ulises fue un tramposo, como Ben Johnson.

De Atenea al doping moderno hay mucho camino: algunos siglos más de los que nos separan de Zenón de Elea. Los griegos corrían descalzos, sus elementos de atletismo eran de piedra, madera, cuero o bronce, y no conocían las fibras sintéticas ni las de carbono, tampoco plásticos. Una carrera podía terminar de dos maneras: se ganaba o se empataba, y para eso confiaban en sus ojos. El ojo humano puede captar movimientos en una fracción de un veinticincoavo de segundo, lo cual no le da certeza absoluta a la hora de determinar una llegada a la meta. Hoy las competencias olímpicas se definen por centésimas de segundo. El rival de un corredor no es otro corredor, es un reloj de cuarzo; y su juez no será un hombre, sino un sensor electrónico.

Un atleta entrena durante cuatro años para perder contra otro en lo que el ojo humano bien podría definir como un empate. Hará falta una célula fotoeléctrica o un haz laser para definir un ganador. En casos más patéticos se entrena con una bicicleta o una canoa para perder, por centésimas de segundo, frente a otro cuya bicicleta o canoa es algunos cientos de gramos más liviana.

El ojo humano perdió frente a un sensor y Ben Johnson no perdió, perdió el laboratorio que pergeñó una droga imperfecta contra el laboratorio que pergeñó el reactivo capaz de identificar rastros de esa droga en la orina o en la sangre. En más de 25 siglos el hombre se transformó de un tramposo de multiforme ingenio en un cyborg o en un androide degenerado que no sirve para otra cosa que no sea para bajar algunos centésimos de segundo un récord.

Pienso en un actor cuyas películas estaban en boga por aquellos años, Arnold Schwarzenegger, fisicoculturista cuyo cuerpo morbosamente musculado habría horroizado a Praxíteles o a Miguel Angel; pero hizo algunas películas muy taquilleras (algunas bastante interesantes), una serie de ellas fue la saga de “Terminador”, un cyborg con apariencia humana.

Siguieron y seguirán muchos Ben Johnson, muchos ganaron o ganarán y no fueron ni serán descubiertos; otros sí. Y se inventarán formas de doping más sofisticadas que no serán detectados por los análisis de orina y de sangre.

Y nuevos reactivos para detectar esas nuevas drogas. Y el tiempo a cronometrar pasará del centésimo de segundo al milésimo y al millonésimo. Porque ningún ser humano podrá correr los 100 metros en menos de nueve segundos, o en menos de ocho, o en menos de cuatro.

De la misma manera que los atletas contemporáneos, hace 25 siglos que el Aquiles de la paradoja de Zenón corre infructuosamente contra una tortuga a la que nunca alcanza. Para lograr esta paradoja basta dividir el tiempo que le resta para llegar a la meta en fracciones cada vez menores.